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domingo, 23 de agosto de 2015

Un mundo en ocasiones utópico (5)

Celinda
Celinda sintió su corazón casi estático, seco, con los labios que se le hacían ceniza, sin parpadear miró a Nerina. No había a quien culpar, Nerina siempre había sido una niña confundida y aunque Celinda trataba de guiarla, finalmente llegó a aceptar la promiscuidad de su hermana; Marco era un mujeriego ¿por qué habría de culparlo por caer en los brazos de su bella hermana?, pero se preguntaba el por qué de su dolor, por qué la decepción, entonces comprendió que aquel regalo de Marco había penetrado en el punto más débil de Celinda, haciéndola confiar en él, creyendo que su nombre lo dibujaba en las ventanas con los dedos, esperándola y obsequiando la poca castidad que poseía, que aunque sea un poco, ella era merecedora del hombre fiel dormido dentro de él, pero no, aquella esperanza se desvaneció, sólo miraba el rostro sonrojado de su hermana, sus manos temblorosas y la imagen de ambos en su mente. Terminó aceptando su desdicha, por las noches los recuerdos de la mirada de Marco cerca de ella, su impresión que le había causado, el sentimiento jamás ideado; ocupaba su mente sin invitación, los trataba de ahuyentar con sus lecturas nocturnas, pero cualquier personaje masculino le recordaba su rostro, y cuando escribía, escribía de amor, de todo el amor, en todas las condiciones, pero jamás las lágrimas brotaron de sus ojos. Celinda estaba seca de todo llanto, había llorado antes lo suficiente como para agotarse las lágrimas, esas gotas de agua salada que se evaporaron en el aire y fueron suficientes para desencadenar una lluvia continua de casi un año, hasta que Celinda aunque dolida, sólo suspiraba y arrugaba la nariz, pero el agua de los lagrimares se agotó y ni si quiera la señora Cuca, sabía de algún remedio para el problema de Celinda. 
El crepúsculo y el amanecer daban a Celinda enorme inspiración, despertaba a las cinco de la mañana para lograr presenciar el amanecer y escribir sin que su madre rompiese con ese único momento de paz; salió con el cabello envuelto en una toalla y se dejó caer en los escalones que llevaban a la azotea de la vecindad, cuando comenzaba a escribir el sonido del zaguán metálico irrumpió en su inspiración, al levantar la vista observó a lo lejos a un muchacho, era limpio y vestía lo suficientemente formal como para tener un oficio de cartero, Celinda se estremeció un poco por el frío mañanero y lo siguió con los ojos, observando cada movimiento que hacía para dejar debajo de las puertas la correspondencia, era ágil con su trabajo, tanto que no tardo ni dos minutos con su enmienda, cuando atravesó la puerta para irse, dio la vuelta y la miró, Celinda apenada desvió su mirada para no ser percibida y quedó sumergida en sus pensamientos. Cuando miró al cielo, los rayos del sol penetraban en sus pupilas, aquel espectáculo de cada mañana había terminado y simultáneamente con él, su inspiración. 
Cuando recordaba al muchacho sentía ya haberlo visto, o tal vez no, pero sentía una conexión, como si fueran hermanos de sangre o si hubiesen jugado de niños, la realidad era que nada de eso podría ser cierto, Celinda vivió su infancia en una soledad que se le hacía eterna, hasta llegar sus hermanas, tuvo una breve oportunidad de conocer la compañía, que fue siendo menos agradable desde que nació Gardenia.

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