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domingo, 19 de abril de 2015

Un mundo en ocasiones utópico (2)

Celinda 

La madre de Celinda no soportaba la idea de saber que Celinda era su hija, aunque fuese su madre, el día del parto le atormentaba día con día en sus sueños, cuando la miraba encontraba cierto aire de petulancia y confort, odiaba el azul de sus ojos, recordaba a la madre de su marido, "maldita señora".
Celinda y su madre salieron por un encargo para la cena de navidad, caminaron durante horas, la madre compró el bacalao, las aceitunas y las almendras, compraría los vegetales en el mercado cercano pero llegaron a calles irreconocibles para Celinda, su madre le dio instrucciones para que no la siguiera y se quedara en una de las banquetas esperando a que regresase por ella.
El sol fue deglutido por la noche, la temperatura disminuía y Celinda seguía esperando a su querida madre, decidió irse a casa, las calles eran tan parecidas que Celinda creía sólo estar dando vueltas en círculos, llegó hasta una estación de autobús con luz y aguardó hasta que llegase aquel que la llevase de regreso a casa. Las luces de sus ventanas se encontraban encendidas, desde fuera escuchaba los gritos de la pelea entre sus padres, cuando Celinda tocó con sus nudillos la puerta, su padre corrió en seguida hacia ésta, Celinda estaba detrás, al verla suspiró hondo y la abrazó con fuerza, la madre de Celinda la miraba con más que odio, una ansiedad terrible de querer asesinarla en el momento, de presionar su delgado cuello hasta asfixiarla. Al día siguiente Celinda regresaba de la escuela, había comprado los jitomates para la sopa y los cerillos, su madre sin despegarle la vista se acercó a ella y la tomo fuertemente del cabello, arrastrándola hasta su recamara, tomó el cordón de la plancha, y la laceró hasta cansarse, en silencio, sólo el llanto y las plegarias de Celinda, un dolor profundo sobre la piel; al finalizar, la madre de Celinda se levantó con dificultad "date un chingado baño y haces la sopa, no te tardes". Con los ojos hinchados y el ardor debajo de la ropa Celinda se levantó, con un trapo mojado de agua fría se cubrió las heridas y cuidadosamente se colocó el camisón de dormir sin rozarlas, elaboró la sopa como su madre lo indicó, la sirvió con apio y un puño de queso, su madre había elaborado las chuletas de cerdo con un sazonado de miel y aceite, colocó el agua, el guiso y la sopa sobre una tabla de madera y la envió a su habitación con tono altanero. 
Celinda trataba de dormir pero el lacerado en su cuerpo lo impedía, cuando logró conciliar el sueño, la oscuridad cayó sobre ella, a lo lejos se observaba una esfera de luz que poco a poco crecía, crecía tanto que arrasaba con ella, al despertar el sudor había humedecido su almohada y el corazón le latía rápidamente, Celinda noche tras noche soñaba aquella escena de tormento, de miedo, una escena que sin tener importancia, le temía como a su madre, que a pesar de las atrocidades innumerables contra ella, jamás dejó de amarla, siempre la cuidó hasta el día de su muerte. Durante los días de sangrado de su madre, Celinda lavaba los pañuelos de algodón sangrados, cuando sus hermanos nacieron, obligada a lavar los pañales de manta— sin cloro y con jabón de pasta blanco—y ejecutaba los cuidados requeridos para su desarrollo. 
Su padre que a comparación de su madre, era un hombre amable y adoraba a Celinda, compraba dulces de leche, chocolates y té de lavanda para su querida esposa. Amante de la lectura, compraba libros de pasta acartonada e ilustrados, Perrault, Oscar Wilde, Andersen, Los hermanos Grimm, Chejov, Horacio Quiroga etcétera, Celinda los leía cada vez que su madre salía de casa. Y aunque buen hombre, adoraba el vicio del alcohol como a su propia esposa, tambaleante llegaba a casa cada tercer día, jadeante, cubierto de sudor y con el aroma del anís y el ron en la boca, los alaridos por el vomito resonaba hasta los vecinos, y se quedaba dormido sobre la mesa. Celinda lo amaba en demasía, su padre le compraba buenos libros que ella devoraba con ahínco, adoraba la danza y la oratoria, era una excelente bailarina, su profesor le confesaba que no había nadie con más gracia para bailar que ella, pero jamás podía presentarse en los recitales, los moretones de Celinda eran evidentes en la espalda, y los trajes de tutú le hacían notar las cicatrices de la vida. 
Jamás alguien supo de la miserable vida de Celinda, el infierno que se hacía eterno día con día, su constante tristeza y decepción de ella misma, de saber que su madre en cualquier momento se desataría en su locura y llegase hasta el punto de asesinarla, cubierta su alma de desesperación y amargura, paseaba por las calles deseando vidas ajenas, y ahora se convertía en una mujer, después de desear con ansias aquel momento de bifurcar su camino a dirección opuesta de su madre, ese momento estaba por llegar, y se encontraría con la meta con un extremo sabor a gloria y libertad.

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