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viernes, 15 de mayo de 2015

Un mundo en ocasiones utópico (3)

Sebastian 
Sebastian que por las mañanas, con su bicicleta de veintinueve pulgadas y tres velocidades, su boina a cuadros y una corbata de broche, iba de puerta en puerta a entregar correspondencia, estudiaba contabilidad en la universidad de la ciudad y adoraba cortar flores para regalarlas a las amas de casa, decía que en cuanto llegaban a ser madres eran como el olvido.
Era un muchacho bien parecido y las muchachas esperaban mirando por la ventana a que llegase su correspondencia, tomar levemente sus manos e intercambiar una pequeña charla, pero Sebastián parecía inherte ante el coqueteo, entre boca y boca se decía que Sebastián tenía gustos no muy comunes, morían de incertidumbre, o se encontraba maldito por un demonio que robaba el cáliz donde cada hombre bebe de amor para después obtener su aroma, un aroma irresistible ante su ideal. 
Jadeante y empapado de sudor, Sebastián tomó el correo a prisa, el velador le hizo un saludo y le guiñó, el gallo había muerto el día anterior y Sebastián no logró despertar a tiempo, entre las cartas que llevaba en el morral, una de ellas con destinatario a Celinda Monreal.
Al deslizar la carta por debajo de la puerta, Celinda la abría con ligereza, para Sebastián fue como un suspiro, sus ojos se encajaron en los de ella, quedó estático por un momento luego miró a Celinda marcharse, como si él no hubiese sido más que un fantasma, invisible, sin ningún rastro de que ella lo haya mirado, desde ese momento supo que esa imagen de aquellos ojos profundos y tristes, quedaría intacta entre sus pensamientos. ¿Tenía que obedecer a sus instintos y seguirla para preguntar su nombre? No, había escuchado a la gente murmurar de la bella Celinda; que era una muchacha sin nada que decir, que hacía paseos largos para no volver, que en su aura se observaba su alma partida, esperanzada de olvidar el dolor y que a pesar de tener la oportunidad de ser feliz, regresaba a su pesadilla de la vida diaria, escuchaba de su madre, la llamaban "la bruja de la lluvia", pero que Celinda era toda una santa, una mártir de la vida, un testigo del la existencia del infierno mismo y aún así la locura no se apoderaba de ella, y que, además, era hermosa como las rosas, los tulipanes o claveles, la viva imagen de su abuela de sangre rusa. No había menor duda, Celinda no era cualquier mujer, ni mucho menos era fácil de tratar, había que ser sutil ante tal pieza de Vermeer. 

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